¿Qué significa ser pobre?

Un padre económicamente acomodado, queriendo que su hijo supiera lo que es ser pobre, lo llevo para que pasara un par de días en el monte con una familia campesina. Pasaron tres días y dos noches en su vivienda en el campo.
En el automóvil, retornando a la ciudad, el padre preguntó a su hijo. ¿Qué te pareció la experiencia?…
Buena, contestó el hijo con la mirada puesta a la distancia.
Y… ¿qué aprendiste?, insistió el padre…
El hijo contestó:
1. Que nosotros tenemos un perro y ellos tienen cuatro.
2. Nosotros tenemos una piscina con agua estancada que llega a la mitad del jardín… y ellos tienen un río sin fin, de agua cristalina, donde hay pececitos, berro y otras bellezas.
3. Que nosotros importamos linternas de Oriente para alumbrar nuestro jardín… mientras que ellos se alumbran con las estrellas y la luna.
4. Nuestro patio llega hasta la cerca… y el de ellos llega al horizonte.
5. Que nosotros compramos nuestra comida;… ellos, siembran y cosechan la de ellos.
6. Nosotros oímos CD´s… ellos escuchan una perpetua sinfonía de ruiseñores, cucos, pericos, ranas, sapos, chicharras y otros animalitos… todo esto a veces dominado por el sonoro canto de un vecino que trabaja en su monte.
7. Nosotros cocinamos en estufa eléctrica… ellos, todo lo que comen tienen ese glorioso sabor del fogón de leña.
8. Para protegernos nosotros vivimos rodeados por un muro, con alarmas… ellos viven con sus puertas abiertas, protegidos por la amistad de sus vecinos.
9. Nosotros vivimos conectados al móvil, al ordenador, al televisor… ellos, en cambio, están “conectados” a la vida, al cielo, al sol, al agua, al verde del monte, a los animales, a sus siembras, a su familia.

El padre quedó impactado por la profundidad de su hijo… y entonces el hijo terminó: ¡gracias papá, por haberme enseñado lo pobres que somos!
Cada día estamos más pobres de espíritu y de apreciación por la naturaleza.
Nos preocupamos por tener, tener, tener y más tener en vez de preocuparnos por ser.

( Del libro: 101 cuentos clásicos de la india)

La verdad…¿Es la verdad?

El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
–Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
–He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
–La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
–A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
–Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
–De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: “Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
–¿Adónde vas?
–Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme -repuso sereno el eremita.
El capitán aseveró:
–No lo creo.
–Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
–Pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán-, habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
–Así es -afirmó el ermitaño-.
Ahora usted sabe lo que es la verdad… ¡Su verdad!

*El Maestro dice: El aferramiento a los puntos de vista es una traba mental y un fuerte obstáculo en el viaje interior.

( Del libro: 101 cuentos clásicos de la india)

JALÉS

Jalés era un niño cuando aprendió que no eran lo mismo los sueños de la noche y los del día.
Después de muchas persecuciones y monstruos nocturnos aprendió a no temer a los sueños de la noche y en cambio sí, a respetar a los sueños del día, por más peligrosos estos últimos.
Esta es una de esas sabias y disparatadas historias que Jales vivió soñando:

Un oso. Jalés sólo tenía 5 años. Nunca antes había visto un oso. Únicamente había oído hablar de él, sin embargo estaba seguro de que aquel animal más grande que un caballo y que le gruñía era un oso. Su mirada era feroz, seguía hasta el más mínimo movimiento de Jalés que no conseguía correr. Estaba petrificado.
Fue entonces cuando miró su cuerpo y vio que sus manos eran las de un hombre. El era un niño.
- ¡Viva! Grito. ¡Estoy soñando!.
Quiso despertarse pero el oso no le dejo. Se puso de pie como una gran montaña. Iba a ser devorado por un oso en un sueño. Quizás no era un sueño. El aliento del oso le llegaba a la cara impidiéndole casi respirar.
El oso se movía con gracia. Lentamente pero… ¿Con gracia?. Apoyaba un pie firmemente en la tierra, balanceaba su cuerpo y cambiaba el peso. Parecía estar bailando. También parecía un poco borracho o mareado pero a fin de cuentas bailaba.
Jalés se puso a imitarle y comenzaron a hacer retumbar a la tierra con sus pasos,cayendo pesadamente mientras sus garras rasgaban el aíre. Hasta parecían oírse tambores y truenos acompañando su bailoteo. Recordó que los mayores a veces bailaban algo parecido alrededor del fuego.
Y cuando mejor se lo estaba pasando, el oso miro a la luna y vio que todavía no estaba llena, lo que quería decir que la primavera todavía no había llegado y debía seguir hibernando. Cerro los ojos y tambaleándose, el gigante cayó aplastando y sepultando al pobre Jalés.
-Despierta, despierta oso malecoso (con 5 años todavía no sabía insultar, ni siquiera en sueños) y Jalés que se estaba asfixiando despertó.
Jalés no supo de la lección aprendida hasta que en la escuela, su maestro le preguntó:
- Hoy 2 de Febrero comienza la primavera en nuestro calendario, pero ¿Cómo sabemos de verdad que ella, ya está aquí?
Jalés supo la respuesta. – Llegará con la próxima luna llena -. El maestro perplejo por su acierto le preguntó quien se lo había dicho y cuando Jalés les dijo que un oso, todos se rieron de él.
Y ahí empezó la fama de Jalés el que habla con los animales.

Basado en la mitología vasca.

Cualidades de la Forma

Esto no es un cuento. Es un recordatorio a través del cual podéis recoger los bloques de tres palabras y crear vosotros mismos, poniéndole a la forma vuestras tres palabras.

CUALIDADES DE LA FORMA

la forma hay que hacerla con DIRECCION, INTENCION, PROPORCION y donde digo esto podría decir VERDAD, BONDAD Y BELLEZA o CUERPO, MENTE Y ESPIRITU o COMPRENSION, ACEPTACION Y TRANSCENDENCIA. No son más que palabras sujetas a interpretación que si no van acompañadas de una explicación y comprensión bien valen de poco.
Y esa comprensión debe llegar acompañada de una práctica.

Sueño de Sirena

Amanecía despacio. El horizonte se destilaba en rumores rojos que palpitaban lejanos tras el infinito marino. Las olas, leves y sosegadas, arrastraban hacia la playa los primeros brotes de luz diurna transformando la oscuridad salada en un silente estanque azuloso, derramado a merced del tiempo sobre el torso desnudo de la arena.

Así, llegaste tú. En una barquita blanca de dos remos, que a ritmo de barcarola trazaba la estela que habría de dejarte sobre la playa. La misma playa que habría de juntar el roce de tus dedos con el goce de mi espalda, el saber de tus manos con el pudor de mi vientre, las heridas de tu cuerpo con el éter de mi alma.
Quizá cansado decidiste tomar asiento sobre la arenosa alfombra, cada vez más blanquecina, y respirar con los ojos cerrados de aquella brisa templada que enardecía el coral de tu cabello. Para entonces, yo ya te sentía. Con las piernas abiertas y los brazos en cruz, dejaste yacer la espalda contra la arena. De tus miembros todavía mojados, hileras de acuosas estalactitas saltaban nerviosas hasta la sílice fina y cálida donde descansabas. Quién no hubiera perdido la mirada tras el rastro de cada una de las gotas que con minúsculas caricias rapelaban desde tu torso hasta tu espalda. De haberme sido posible, hubiese imitado con cada uno de mis dedos los innumerables caminos que el agua abría sobre tu cuerpo. Secado después alguno de ellos con el inminente afán de mis labios de apretarse contra tu carne y posado más tarde sobre los tuyos un beso salado, suave e interminable. Dormías.
Cientos de yemas solares, mimosas y agasajadas, declararon batalla en tus párpados y así, poquito a poco, fuiste abriendo los ojos. Dos velas curtidas de marinero que apostillaban con su mirar, profundo y sereno, el eterno viaje de su destino.
Decidiste caminar. Lentamente y casi desnudo. Ocultando tu cuerpo tras unos pantalones que apenas alcanzaban las rodillas. De haberte podido mirar lo hubiera hecho sin descanso. Demorando cada pestañeo. Absorbiendo para mi, el suculento peso de tus piernas. Galopando con las córneas sobre la estepa indomable de tu abdomen. Inyectando en mis pupilas el perfil abrupto de tus carnes. El sutil movimiento de los músculos de tu pecho, ancho, robusto y entregado. Arañando mil veces el cuero terso y febril de tu espalda con la negrura incandescente de mis iris. Violándote con los ojos. Sí, de haber podido mirarte, te hubiera violado.
Imaginé tus pisadas como tambores sobre el coso marino. Sentí la necesidad de abdicar bajo ellas. De crecer por tus tobillos como una hiedra insatisfecha y esparcir los sarmientos, muslos arriba, hasta alcanzar la culminante caricia de tu espina dorsal. Si mis uñas hubiesen sido, habrían sido lenguas de nácar. Diez lenguas de nácar que mecidas a voluntad del deseo habrían trepado por el jugoso acantilado de tu cuello. Viril. Vigoroso. Enérgico. Envolviéndolo en un susurro de sensualidad que habría de extenderse por cada uno de los miembros de tu cuerpo, mientras mis nácares todavía contra tu carne, se habrían de deslizar desde la cumbre de tu nuca hasta el perfil atrevido y provocador de la exótica sábana de tus glúteos. Navegando sobre el carnoso oleaje de tu espalda en una dócil y estimulante fricción serpenteada. Saboreando cada tesoro de tu musculatura. Fibrosa y morena. Viva. Acalorada. Dejándose resbalar lentas por detrás de tus omoplatos. Degustando cada milímetro de tu tronco con la impaciencia paciente de quien sabe que cada momento que pase no ha de volver. Diez colmillos sedientos que a fuerza de excitarse con el olor de tu hombría habrían acabado clavándome a ti.
El sol orbitaba. Ya se mostraba entero, como un lunar de cien fuegos. El paisaje ardía en colores. Millones de lentejuelas, caóticas y vandálicas, descomponían el mar en un calidoscopio de luces y sombras que trasegaban las aguas y hacían coruscar los barros.
La línea del horizonte sangraba magenta. Un par de nubes se tintaban distraídas del beso de Eos. En la escollera, el oleaje, dócil y blando, se hacía vino. La espuma, rosácea, parecía tratar de recorrer el geométrico laberinto de los cubos de granito, que puntiagudos y gigantescos, contestaban con quietud a la salitrada corriente sanguínea. Entonces, te detuviste. Bajaste la cabeza y observaste la arena. Fue ahí y en ese mismo instante donde los dos supimos que habríamos de encontrarnos.
Con una de las tantas ramas que el océano había decidido varar, trazaste sobre la arena unos cuantos surcos. Bosquejaste los pliegues de mi volumen. Me buscaste bajo el manto silíceo imaginando ya mi cuerpo. Las medidas de mis miembros, la largura de mi tronco, la tensión de mi nuca, la extensión de mis cabellos…
Por fin me viste y claro que sí, me miraste. Oíste claro el susurro febril de mis labios que por detrás de tu oreja parecía desvanecerse en el eco insinuante de un gemido entrecortado.
Lo primero que hicieron tus manos fue retirar la arena blanca de la superficie. Tus dedos se ahondaban en ella firmes, rápidos, vigorosos, como dos herramientas incansables de carne curtida que buscaran impacientes desnudarme de los paños inertes de la tierra seca. Yo te sentía cada vez más cerca y de vez en cuando, un escalofrío me apretaba las piernas con la sola idea de imaginar el roce de alguna de tus yemas en mi cuello, en mi pecho, en mi abdomen…
Tus dedos, templados a las caricias de un sol de cobre, proseguían penetrando rígidos en las diminutas dunas, faenando en despojarme de aquel velo de polvo que me separaba de tu abrazo. Me gustaba mirar con que firmeza entraban y salían de la arena e intuirlos cada vez más cerca de mi piel, más dentro de mi. Una oleada de calor me ascendió desde las rodillas inundándome de fiebre los muslos, invadiéndome de hambre las ingles, rodeándome por las caderas para bifurcarse más tarde en mis pechos ya nerviosos y excitados.
Yo empezaba a romper el cascarón de aquel pedestal de barro que fue mi esencia y algunas partes de mi anatomía ya se distinguían de entre el terruño, aunque no estuvieran del todo matizadas.
Resuelto en no darte descanso en la tarea de labrar mi silueta, comenzaste a jadear tenue y apaciblemente. Escucharte sonrojó mis mejillas y separó mis labios. Deseaba encontrarme con el aire caliente que bullía en tu garganta y necesitaba oírlo esparcirse bajo mis lóbulos. Decidí respirar contigo. Espirar a tu compás. Contestar a tus jadeos. Una vez tú, otra vez yo, una vez tú, otra vez yo…
Me esculpiste desnuda. Recostada. Con una mano cubriéndome el pubis y la otra sujetando la cabeza. Un hermoso cuerpo de mujer de cuello sedoso y hombros ligeros. Espalda tersa y pecho apuntalado. Baile exótico en el vientre y más abajo, las carnosas tentaciones de Venus escondiéndose tras la caricia de cinco dedos. Dispuesta. Apetecible. Con la cintura inquieta y los muslos impacientes. Las nalgas provechosas y tan tentadoras como tentadas, las jugosas ingles. Me sentía orgullosamente femenina y cada vez más libre de aquella mortaja terrosa sobre la cual tallabas mi contorno y esperaba impaciente amotinarme contra tu boca una vez acabaras de pulirme.
Sin embargo, no habrías de concederme tan bella oportunidad. Y al acabar de dar forma a las sibilinas curvas de mis muslos, se detuvieron tus manos en mis rodillas. Sorprendida, pude observar como iniciabas la talla de decenas de escamas sobre la arena de mis tibias y en lugar de en dos traviesos e insinuantes piececitos, convergían mis piernas en una aleta caudal de criatura marina que habría de negarme el movimiento para siempre. Condenándome a la eterna quietud, al infinito reposo. Por un momento cada uno de mis sabulosos átomos creyó derrumbarse de ira. Acababas de vedarme el aliento divino que de su hombre espera cada mujer. De prohibirme la voluptuosidad que cada piel espera de otra piel, cada carne de otra carne, cada sangre de otra sangre. Se sumieron mis pensamientos en cólera. Enajenaron mis vísceras. Enfureció mi corazón terroso y un abismo de ira chasqueó a lo largo de toda mi amplitud derramando en forma de lágrima todo el amor que te venía jurando. Una lágrima concentrada de pasiones sin mesura que tú ni siquiera percibiste. Una perla de arena salada que secó mis entrañas. Quebró mis latidos y agrió mi saliva. Una semilla de vehemencias muertas que hubo de hacerse a la nada contra el universo de sílice de la playa.
Te separaste unos metros para observarme mejor. Luego me rodeaste dos, tres, cuatro veces, escrutando hasta el último detalle de mi anatomía. Yo no podía mirarte. Hacía rato que había cerrado los ojos y no tenía intención de abrirlos. Quería olvidarte. Borrar de mi memoria tu rostro, sacarte para siempre de mi. Te despediste besándome tres veces. La primera en la frente, la segunda en la boca y la tercera ronroneándome al oído lo hiciste detrás del lóbulo de una de mis orejas. Volví a enloquecer. El tacto cálido de tus labios licuó mi médula durante unos segundos. Mi cuello se contrajo y los hombros subieron hasta la barbilla. La brisa de tu aliento imantó mis lóbulos al tiempo que un torrente carnívoro y visceral se desbordaba desnudo y voraz sobre la abertura vertical de mi nuca. Mi cuerpo se tensó de cintura para abajo. Buscaba enloquecida el tiento de tus manos, el calor de tu experiencia. Anhelaba con cierto masoquismo poder separar los muslos, cosa que mi naturaleza de sirena se encargaba de reprimirme. Necesitaba abrirme por entera a tus apetitos. Mi pelvis se dilataba y contraía buscando impetuosa tu calentura con lascivos movimientos circulares. Una y otra vez. Incansablemente. Galopando sobre un caballo invisible que acrecentaba mi impaciencia y proponía un leve gemido en lo profundo de mi garganta.
Bastó el rozamiento del aire que supo colarse entre los dedos de mi mano, para que mi pubis, codicioso y despojado, se abriese por entero a los deleites de la libido. Un agónico estertor escapó de mi boca al tiempo que un disparo de éxtasis líquido se derramaba por el interior de mi espalda salivándome las ingles y empapando mi bajo vientre.

No te he vuelto a ver. Cada noche, desde aquel día, pido a la luna de las mareas te haga regresar en una barquita blanca de dos remos, que a ritmo de barcarola trace la estela que haya de dejarte sobre la playa. La misma playa que haya de juntar el roce de tus dedos con el goce de mi espalda, el saber de tus manos con el pudor de mi vientre, las heridas de tu cuerpo con el éter de mi alma.

Autora: Idoia Josue

Sabiduria Indigena

Un viejo cacique de una tribu estaba teniendo una charla con sus nietos acerca de la vida.
Él les dijo: 
”¡Una gran pelea está ocurriendo dentro de mí!… ¡es entre dos lobos!.
”Uno de los lobos es maldad, temor, ira, envidia, dolor, rencor, avaricia, arrogancia, culpa, resentimiento, inferioridad, mentiras, orgullo, egolatría, competencia, superioridad. 
”El otro es Bondad, Alegría, Paz, Amor, Esperanza, Serenidad, Humildad, Dulzura, Generosidad, Benevolencia, Amistad, Empatía, Verdad, Compasión y Fe.
Esta misma pelea está ocurriendo dentro de ustedes y dentro de todos los seres de la tierra.
Lo pensaron por un minuto y uno de los niños le preguntó a su abuelo:
”¿Y cuál de los lobos crees que ganará?”.
 El viejo cacique respondió, simplemente…
”El que alimentes.”

MIRA, Y VERÁS

A una hora de camino del orfanato de Selonsville, Michel buscaba a su próxima víctima entre los abetos. Se fijó en un hombre, de unos 70 años, que paseaba parsimonioso bosque adentro. Al situarse frente a él y observar cómo un pájaro se posaba sobre su sombrero de paja, quedó convencido de que había dado con la persona adecuada.

Al fijarse en el rostro de aquel hombre, Michel lo reconoció de haberlo visto en alguna publicación, y lo abordó directamente, preguntándole: “¿Eres famoso?”

Sorprendido, el hombre se presentó: “Me llamo Hermann Hesse: soy escritor, y tal vez te resulte conocido por eso”.

Michel decidió revelarle lo que buscaba de él, contándole sus motivaciones: “Necesito un retal de tu camisa, como ejemplo del amor a la naturaleza que creo que eres, para confeccionar un remedio para curar a mi amiga Eri, que está enferma del corazón por la falta de amor sufrida desde que fue abandonada”.

Él mismo accedió a cortar un trozo de su camisa, pero le advirtió que el amor no existe para hacernos felices, sino para mostrarnos cuánto podemos resistir. Antes de ofrecerle el retal, quiso que Michel conociera la carta que le había mandado un joven monje de Indochina, porque le haría entender lo que significa el amor a la naturaleza.

El escritor sacó un sobre cuidadosamente doblado del interior de su abrigo, del que extrajo una hoja de papel con una docena de líneas escritas con plumilla. Aquel hombre le dio la hoja a Michel, para que él mismo la leyera:

Si eres poeta, verás con claridad que hay una nube flotando en esta hoja de papel. Sin una nube, no hay lluvia; sin lluvia, los árboles no pueden crecer, y sin árboles no se puede hacer papel.

Si miramos aún más profundamente esta hoja de papel, podemos ver en ella el brillo del sol. Si la luz del sol no está ahí, el bosque no puede crecer. En realidad nada puede crecer. Ni siquiera nosotros podríamos crecer sin el sol.

Y si seguimos mirando, podemos ver al leñador que cortó el árbol y lo llevó al molino para ser transformado en papel. Y vemos el trigo. Sabemos que el leñador no puede existir sin su pan de todos los días y, por tanto, el trigo que se convirtió en su pan también está en esta hoja de papel. Y la madre y el padre del leñador también están ahí.

Dando un paso más, podemos ver que también nosotros estamos en ella. Esto no es tan difícil porque, cuando miramos la hoja de papel, ella es parte de nuestra percepción. Tu mente está en ella. Y la mía también. No hay nada que no puedas incluir: el tiempo, el espacio, la tierra, la lluvia, los minerales del suelo, el sol, la nube, el río, el calor. Todo coexiste en esta hoja de papel: no estamos aislados. Esta hoja de papel es porque todo lo demás es. Este papel, tan finito, contiene en sí todo el universo.

Tic Nhat Hanh

(Rovira, A. Miralles, F.”Un corazón lleno de estrellas. Madrid, Aguilar, 2010)

10-5-2012

En el vientre de una mujer embarazada estaban dos criaturas conversando cuando una le preguntó a la otra:
- ¿Crees en la vida después del nacimiento?
La respuesta fue inmediata:
- Claro que sí. Algo tiene que haber después del nacimiento. Tal vez estemos aquí principalmente porque precisamos prepararnos para lo que seremos mas tarde.
- Bobadas, no hay vida después del nacimiento! ¿Cómo sería esa vida?
- Yo no sé exactamente, pero ciertamente habrá más luz que aquí. Tal vez caminemos con nuestros propios pies y comamos con la boca.
- Eso es un absurdo! Caminar es imposible. ¿Y comer con la boca? Es totalmente ridículo! El cordón umbilical es lo que nos alimenta. Yo solamente digo una cosa: la vida después del nacimiento es una hipótesis definitivamente excluida – el cordón umbilical es muy corto.
- En verdad, creo que ciertamente habrá algo. Tal vez sea apenas un poco diferente de lo que estamos habituados a tener aquí.
- Pero nadie vino de allá, nadie volvió después del nacimiento. El parto apenas encierra la vida. Vida que, a final de cuentas, es nada más que una angustia prolongada en esta absoluta oscuridad.
- Bueno, yo no sé exactamente cómo será después del nacimiento, pero, con certeza, veremos a mamá y ella cuidará de nosotros.
-¿Mamá? ¿Tú crees en la mamá? ¿Y dónde supuestamente ella estaría?
- ¿Dónde? En todo alrededor nuestro! En ella y a través de ella vivimos. Sin ella todo eso no existiría.
- Yo no creo! Yo nunca vi ninguna mamá, lo que comprueba que mamá no existe.
- Bueno, pero, a veces, cuando estamos en silencio, puedes oírla cantando, o sientes cómo ella acaricia nuestro mundo. ¿Sabes que? Pienso, entonces, que la vida real solo nos espera y que, ahora, apenas estamos preparándonos para ella…

(Anónimo)

Chen (Trueno)

Ya no era la claridad cotidiana vislumbrada entre penumbras, que permitía seguir vivo en mi memoria, al concepto de día y de noche.
Incluso en los días de lluvia de invierno había momentos en los que no llegue a distinguir entre el día y la noche. Sólo el recuerdo me hablaba de lo hermoso de la noche y la radiante belleza del día.
Pero en la confusión del cotidiano apagarse y encenderse del gris permanente, había olvidado el esplendor del mito que ahora volvía a mostrarse real.
De la claridad amanecida había pasado a la luz pálida, fría y blanca al principio y cálida, amarilla y vibrante al poco.
Lentamente se iba alejando y en la medida que avanzaba deshacía las sombras para penetrar por todos mis poros.
Y así en pleno día, con el arrullo de la tibieza alcanzando mi corazón adormilado, recordé su llegada.
El chirriar de la verja me despabilo. No podía ver pero algo estaba sucediendo. El silencio le siguió a unas voces lejanas pero nada más.
A los pocos días la verja volvió a chirriar y creí oír unas risas pero nada cambió.
Entre la curiosidad y el miedo a que sucediera algo inesperado pasaron más días y cuando ya comenzaba a creer que seguramente tendría que pasar algunos años para que volviera a chirriar la verja, llegaron los temblores, los gritos, las idas y venidas.
Yo no podía ver nada y al principio el terror se apoderó de mí. El estruendo al igual que llegaba inesperadamente, desaparecía. No era esporádico como el de las tormentas y no le seguía ningún rayo. Era mucho más aterrador. Casi siempre era rondando a la casa pero a veces se acercaba y temía lo peor.
Y ayer cuando ya creía que si permanecía tranquilo, ninguna tormenta me alcanzaría, llego su voz clara y fuerte. Se dirigía hacia mí y el estruendo se hizo ya insoportable. Saltaron chispas cuando sus cuchillas me golpearon rápida y fugazmente. Entonces juraba y recuraba pero aún así siguió hasta el anochecer.
Yo protestaba. Le gritaba para que me dejara en paz pero con aquella máquina infernal cortándolo todo era imposible.
Ya de noche paró y gritó: – Cariño ven a ver esto-.
Los dos me miraban extasiados. Sonriendo. No parecía que quisieran hacerme daño.
Gorgotee un poco para sacar un leve chirrío a mis oxidadas poleas. Ella se animo, tiró de la precaria cuerda y volví a la vida. Había olvidado mi verdadero ser. Tantos años sepultado bajo la maleza.
Probaron un sorbo y complacidos se retiraron a descansar.
Oigo la puerta. Aquí llegan. Empieza una nueva vida de luz.